Siddhartha se inclinó, levantó una piedra del suelo y la sopesó en su mano.
—Esto —dijo jugueteando— es una piedra, y dentro de un tiempo determinado quizá sea tierra, y esa tierra se convierta en planta, animal o ser humano. Pues bien, en otro tiempo hubiera dicho: «esta piedra es tan sólo una piedra, carece de valor y pertenece al mundo de Maya; pero como en el ciclo de las transformaciones tal vez llegue a convertirse en hombre o en espíritu, también he de otorgarle un valor.» Así hubiera pensado yo antes. Ahora, en cambio, pienso: esta piedra es una piedra, pero es también animal, también es Dios, también es Buda; la amo y la respeto no porque algún día pueda llegar a ser esto o lo otro, sino porque es y ha sido siempre todo. Y la amo precisamente por esto, porque es piedra y en este momento se me presenta como tal; y descubro un valor y un sentido en cada una de sus venas y concavidades, en el amarillo, en el gris, en la dureza, en el sonido que emite cuando la golpeo, en la sequedad o la humedad de su superficie. Hay piedras que ofrecen al tacto una consistencia oleaginosa o jabonosa, y otras que parecen hojas, o arena, y cada una tiene sus atributos distintivos y reza el Om a su manera, cada una es Brahma, pero al mismo tiempo es una piedra, es oleaginosa o jabonosa, y justamente esto es lo que me gusta y me parece extraordinario y digno de veneración. Pero no me hagas seguir hablando de esto. Las palabras son nocivas para el sentido secreto de las cosas; todo cambia ligeramente cuando lo expresamos, nos parece un poco deformado, un poco necio...; sí, esto también es muy bueno y me agrada mucho: también estoy de acuerdo en que lo que constituye el tesoro y la sabiduría de un ser humano ha de sonar siempre un poco necio al oído de otros.
Hermann Hesse, Siddhartha. Debolsillo, 2010. p.201-2.
viernes, 11 de febrero de 2011
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