Entre los regalos que llevó nuestra primera embajada [a China] se encontraba una carroza imperial, elegida como regalo personal de Jorge III; pero para Pekín su uso era un misterio. El embajador (lord Macartney) había dado algunas explicaciones vagas e imperfectas; pero como su excelencia las expresó en un susurro diplomático, en el mismo momento de ponerse en marcha, la mente celestial se vio escasamente iluminada y fue necesario convocar un consejo del gabinete para debatir tan importante cuestión de Estado: "¿Dónde se sentaría el emperador?". Resultaba que el paño que cubría el pescante era excepcionalmente suntuoso y, debido en parte a esa consideración, pero también en parte a que el pescante era el lugar más elevado y sin duda el más destacado, se decidió por aclamación que aquél sería el asiento imperial, y en cuanto al pillo que conducía, podía sentarse donde encontrara acomodo. Por lo tanto, después de enjaezar los caballos, acompañados por la fanfarria de la música y las salvas de los disparos, su majestad imperial ascendió solemnemente a su nuevo trono inglés, con el primer mandatario del tesoro a la derecha y el principal bufón a la izquierda. Pekín disfrutaba del espectáculo; y entre las gentes cargadas de flores, presentes por representación, sólo había una persona disgustada: el cochero. Este individuo rebelde, de aspecto tan torvo como sus verdaderos sentimientos, gritó con audacia: "Y yo, ¿dónde me siento?". Pero el consejo privado, indignado por su deslealtad, abrió unánimemente la portezuela y lo hizo entrar de una patada. Tenía todas las plazas del interior para él; pero tal es la rapacidad de la ambición que seguía insatisfecho. "Eh, oiga -gritó en una petición extemporánea, dirigida al emperador por una ventanilla-, ¿y cómo voy a sujetar las riendas?" "Como puedas -fue la respuesta-, no me molestes en mis momentos de esplendor: por las ventanillas, por las cerraduras..., como quieras". Al final, el terco cochero recurrió, para alargar las riendas, a la cuerda que se usaba para comunicarse con el exterior, y con ella guió el coche con mano tan firme como pueda suponerse. El emperador regresó tras un brevísimo circuito: descendió con gran pompa de su trono con la firmísima resolución de no volver a subir jamás. Se ordenó una ceremonia pública de agradecimiento porque su majestad había salido sano y salvo y no se había roto el cuello, y el coche se entregó para siempre como ofrenda votiva al dios Fo, Fo, al que las personas cultas suelen llamar con mayor exactitud Fi, Fi.
Thomas de Quincey, Confesiones de un opiófago inglés. La diligencia inglesa. Atalanta, 2007. p.127-8.