Thomas de Quincey, Confesiones de un opiófago inglés. La diligencia inglesa. Atalanta, 2007. p.127-8.
lunes, 16 de noviembre de 2009
La carroza imperial
Entre los regalos que llevó nuestra primera embajada [a China] se encontraba una carroza imperial, elegida como regalo personal de Jorge III; pero para Pekín su uso era un misterio. El embajador (lord Macartney) había dado algunas explicaciones vagas e imperfectas; pero como su excelencia las expresó en un susurro diplomático, en el mismo momento de ponerse en marcha, la mente celestial se vio escasamente iluminada y fue necesario convocar un consejo del gabinete para debatir tan importante cuestión de Estado: "¿Dónde se sentaría el emperador?". Resultaba que el paño que cubría el pescante era excepcionalmente suntuoso y, debido en parte a esa consideración, pero también en parte a que el pescante era el lugar más elevado y sin duda el más destacado, se decidió por aclamación que aquél sería el asiento imperial, y en cuanto al pillo que conducía, podía sentarse donde encontrara acomodo. Por lo tanto, después de enjaezar los caballos, acompañados por la fanfarria de la música y las salvas de los disparos, su majestad imperial ascendió solemnemente a su nuevo trono inglés, con el primer mandatario del tesoro a la derecha y el principal bufón a la izquierda. Pekín disfrutaba del espectáculo; y entre las gentes cargadas de flores, presentes por representación, sólo había una persona disgustada: el cochero. Este individuo rebelde, de aspecto tan torvo como sus verdaderos sentimientos, gritó con audacia: "Y yo, ¿dónde me siento?". Pero el consejo privado, indignado por su deslealtad, abrió unánimemente la portezuela y lo hizo entrar de una patada. Tenía todas las plazas del interior para él; pero tal es la rapacidad de la ambición que seguía insatisfecho. "Eh, oiga -gritó en una petición extemporánea, dirigida al emperador por una ventanilla-, ¿y cómo voy a sujetar las riendas?" "Como puedas -fue la respuesta-, no me molestes en mis momentos de esplendor: por las ventanillas, por las cerraduras..., como quieras". Al final, el terco cochero recurrió, para alargar las riendas, a la cuerda que se usaba para comunicarse con el exterior, y con ella guió el coche con mano tan firme como pueda suponerse. El emperador regresó tras un brevísimo circuito: descendió con gran pompa de su trono con la firmísima resolución de no volver a subir jamás. Se ordenó una ceremonia pública de agradecimiento porque su majestad había salido sano y salvo y no se había roto el cuello, y el coche se entregó para siempre como ofrenda votiva al dios Fo, Fo, al que las personas cultas suelen llamar con mayor exactitud Fi, Fi.
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