viernes, 24 de diciembre de 2010

El premio del martirio

Precisamente por aquel tiempo fueron apresados dos jóvenes que creían en Jesucristo: a uno de ellos desnudáronle enteramente, embadurnaron su cuerpo con miel, y cuando el sol más calentaba, arrojáronlo al suelo y allí lo dejaron expuesto a los aguijonazos de las moscas y de las avispas. Al otro, para que no pudiera defenderse, atáronle sus pies y sus manos con cordones muy vistosos, acostáronlo en un lecho blandísimo situado al aire libre en un paraje de temperatura tibia y suave y en un sitio muy ameno, a orillas de unos riachuelos cuyas aguas producían gratísimos murmullos a los que se unían los cantos de las aves y el embriagador perfume de innumerables arbustos y flores esparcido por la acariciante brisa. Al poco rato de colocar al susodicho joven, cuya alma hallábase repleta de amor a Dios, en semejante ambiente de delicias, hicieron llegar hasta él a una muchacha bellísima, pero sumamente impúdica, para que le tentara y sedujera. Comenzó la tentadora a hacer su oficio; parecía que iba a conseguir su intento, porque el tentado empezó a sentir en su cuerpo desordenados apetitos, aunque también a luchar contra ellos y contra quien despertaba en su ánimo aquellos movimientos; mas, de pronto, deseando a toda costa librarse de su tentadora y no pudiendo hacerlo de otra manera, se retazó la lengua con sus propios dientes y la escupió, lanzándola con fuerza contra el rostro de la impúdica muchacha. Mediante este procedimiento consiguió tres cosas: dominar, con el terrible dolor que sintió en su boca, el ardor de los apetitos de su carne; alejar de su lado a la desvergonzada jovenzuela, y merecer de Dios un premio notable por la victoria que acababa de obtener.

Santiago de la Vorágine, La leyenda dorada (Selección de Alberto Manguel). 2004, Alianza Editorial. p. 46-7.