El curso de Historia del Arte tenía lugar en una cómoda sala de conferencias. El profesor se ayudaba de un puntero para comentar las obras de arte que iba proyectando. La sala, sumida en la oscuridad, parecía un cuerpo que respirara con pasión y prudencia. Asistían parejas mundanas, alumnas que despreciaban el sentimentalismo y alumnos que sabían aprovechar lo que ellas no despreciaban. Se sentaban todos muy juntos, con las carteras y los abrigos sobre las rodillas. Todos ensayaban, con los dientes apretados, el mismo gesto aprendido en alguna novela
en vogue. Poco a poco dejaban de sentirse cohibidos. Todos sabían que su vecino o su vecina estaban igual de excitados que ellos. Nadie se molestaba por un suspiro demasiado sincero. La luz los sorprendía a todos ruborizados, nerviosos y sofocados.
Los rumores sobre lo que se cocía en el curso de Historia del Arte llegaron sorprendentemente lejos. Así, solíamos encontrarnos a la salida con alumnos de la Politécnica e incluso con alumnas de Farmacia. Un amigo de Derecho venía siempre con un señorita guapa y vivaracha que no había logrado aprobar la formación profesional. Las pocas estudiantes formales que asistían se refugiaban en los primeros pupitres o se sentaban en las sillas plegables. Los chicos se mostraban descarados.
También los profesores estaban al corriente de lo que sucedía en la sala de conferencias. Pero el curso de Historia del Arte sólo se podía impartir en la oscuridad. Además, el vicio era inofensivo y la práctica, universal.
Mircea Eliade, La novela del adolescente miope. Editorial Impedimenta, 2009. p. 298.