lunes, 26 de abril de 2010

La cofa

Se tienen vigías en las tres cofas, de sol a sol, alternándose los marineros por turnos regulares –como en la caña–, y relevándose cada dos horas. En el tiempo sereno de los trópicos, la cofa es enormemente agradable; incluso deliciosa para un hombre soñador y meditativo. Ahí está uno, a cien pies por encima de las silenciosas cubiertas, avanzando a grandes pasos por lo profundo, como si los palos fueran gigantescos zancos, mientras que por debajo de uno, y como quien dice entre las piernas, nadan los más enormes monstruos del mar, igual que antaño los barcos navegan entre las botas del famoso coloso de la antigua Rodas. Ahí está uno, en la secuencia infinita del mar, sin nada movido, salvo las ondas. El barco en éxtasis avanza indolentemente; soplan los perezosos vientos alisios; todo le inclina a uno a la languidez. Casi siempre, en esta vida ballenera en el trópico, a uno le envuelve una sublime ausencia de acontecimientos: no se oyen noticias, no se leen periódicos, no hay números especiales con informes sobresaltadores sobre vulgaridades que le engañen a uno excitándole sin necesidad; no se oye hablar de aflicciones domésticas, fianzas de quiebra, caídas de valores; nunca preocupa la idea de qué habrá para comer, pues todas las comidas, para tres años y más, están confortablemente estibadas en barriles, y la minuta es inmutable.

Herman Melville, Moby Dick. Círculo de Lectores, 1999. p. 218–219.