-Si lo matas -le advirtió Anarvik -ya nadie te recibirá en su iglú.
-¿ Ni siquiera tú?
-Ni siquiera yo. No recibimos asesinos.
Ernenek se quedó pensativo. La expulsión de la comunidad era la única pena conocida por esa gente que ignoraba la existencia de autoridades, códigos y prisiones; pero una pena temida, tanto como se teme la muerte, por quien considera la compañía humana como el más precioso de los bienes; y Ernenek se maravillaba de que un simple asesinato se castigara con tanto rigor, puesto que él mismo no veía en el acto de dar muerte a un hombre ningún mal. Después de todo, era precisamente lo que hacían los machos jóvenes de las focas cuando mataban a sus compañeros más viejos por la posesión de la hembra.
Y todo cuanto hacían las focas a Ernenek le parecía bien hecho.
Hans Ruesch, El país de las sombras largas. Ediciones del Viento, 2008. p.25
Y todo cuanto hacían las focas a Ernenek le parecía bien hecho.
Hans Ruesch, El país de las sombras largas. Ediciones del Viento, 2008. p.25