Es cosa singular que el pie del hombre -lo mismo que la mano, extremidad ésta con la que estamos si cabe más familiarizados, y acaso aún en mayor medida-, resulta rara vez hermoso en los adultos civilizados que transitan por el mundo con él embutido en botas y zapatos de cuero. Esa fealdad del pie motiva que prefiramos llevar esas partes del cuerpo vergonzosamente ocultas, como cosa que hay que esconder y olvidar. A veces los pies de las mujeres son verdaderamente espantosos, y son lo más antiestético que puede imaginarse en los individuos más bellos, más distinguidos y más perfectos de su sexo. Su fealdad, en ocasiones, es tal que hiela y mata todo romanticismo, haciendo añicos el tierno sueño del amor y amenazando, incluso, con partir el corazón del joven amante.
Y todo por la insistencia en usar un tacón alto y una punta de zapato ridículamente fina. ¡Mediocre espectáculo, por cierto!
George du Maurier, Trilby. Ed. Verticales de Bolsillo, 2008. p. 27-28