Wilkie Collins, La Piedra Lunar. Ed. Debolsillo, Random House Mondadori, 2004. p. 92-94.
sábado, 18 de septiembre de 2010
La roca de la pereza
En general, las gentes de abolengo encuentran ante sí una roca molesta..., la roca de la pereza. Pasándose la vida, como se la pasan, curioseando en torno con el propósito de hallar alguna cosa en que emplear sus energías, extraño es comprobar cómo, sobre todo cuando sus inclinaciones son de la índole de esas que se han dado en llamar intelectuales, entréganse frecuentemente, a ciegas y al azar, a alguna miserable ocupación. De cada diez personas en tal situación nueve se dedican a atormentar a un semejante o a estropear algo, creyendo todo el tiempo, firmemente, que están enriqueciendo su mente, cuando lo cierto es que no han hecho más que traer el desorden a casa. He visto algunas (damas también, lamento tener que decirlo) salir todos los días, por ejemplo, con una caja de píldoras vacía con el fin de cazar lagartijas acuáticas, escarabajos, arañas y ranas y regresar luego a sus casas, para atravesar con alfileres a esos pobres seres indefensos o cortarlos sin el menor remordimiento en pequeños trozos. Así es como tiene uno ocasión de sorprender a su joven amo o ama escrutando, a través de un vidrio de aumento, las partes interiores de una araña o de ver cómo una rana decapitada desciende la escalera, y, si inquiere uno el motivo de tan sórdida y cruel ocupación, se les responde que la misma denota en el joven o la muchacha su vocación por la historia natural. También suele vérseles entregados durante horas y más horas a la tarea de estropear alguna hermosa flor con instrumento cortantes, impelidos por el estúpido afán de curiosear y saber de qué partes se compone una flor. ¿Tornaráse más bello su color o más dulce su fragancia cuando logremos saberlo? Pero ¡vaya!, los pobres diablos tienen que emplear, como ustedes comprenderán, de alguna forma su tiempo..., hacer algo con él. De niños, acostumbramos a chapotear en el fango más horrible con el objeto de fabricar pasteles de lodo, y de grandes nos dedicamos a chapotear de manera horrible en la ciencia, disecando arañas y estropeando flores. Tanto en uno como en otro caso, el secreto reside en la circunstancia de no tener nuestra pobre cabeza hueca en qué pensar y nada que hacer con nuestras pobres manos ociosas. Y así es como terminamos por deteriorar algún lienzo con nuestros pinceles llenado de olores la casa, o introducimos un renacuajo en una vasija de vidrio llena de agua fangosa, provocando náuseas de todos los estómagos de la casa, o desmenuzamos una piedra aquí o allá, atiborrando de arena las vituallas; o bien nos ensuciamos la manos en nuestras faenas fotográficas, mientras administramos implacable justicia sobre todos los rostros de la casa. Es difícil que todo esto sea emprendido por quienes realmente se ven obligados a trabajar para adquirir las ropas que los cubren, el techo que los ampara y el alimento que les permite seguir andando. Pero comparen los más duros trabajo que hayan tenido que ejecutar con la ociosa labor de quienes desgarran flores o hurgan en el estómago e las arañas, y agradezcan a su estrella la circunstancia de que tengan necesidad de pensar en algo y que sus manos se vean también en la necesidad de construir alguna cosa.
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