[...]
Dijo el discípulo:
-Hace tres años, en Samaria, yo maté a un hombre.
El maestro guardó silencio, pero su rostro se demudó y el discípulo pudo temer su ira. Dijo al fin:
-Hace diecinueve años, en Samaria, yo engendré a un hombre. Ya te has arrepentido de lo que hiciste.
Dijo el disípulo:
-Así es. Mis noches son de plegaria y de llanto. Quiero que tú me des tu perdón.
Dijo el maestro:
-Nadie puede perdonar, ni siquiera el Señor. Si a un hombre lo juzgaran por sus actos, no hay quien no fuera merecedor del infierno y del cielo. ¿Estás seguro de ser aún aquel hombre que dio muerte a su hermano?
Dijo el discípulo:
-Ya no entiendo la ira que me hizo desnudar el acero.
Dijo el maestro:
-Suelo hablar en parábolas para que la verdad se grabe en las almas, pero hablaré contigo como un padre habla con su hijo. Yo no soy aquel hombre que pecó; tú no eres aquel asesino y no hay razón alguna para que sigas siendo su esclavo. Te incuben los deberes de todo hombre: ser justo y ser feliz. Tú mismo tienes que salvarte. Si algo ha quedado de tu culpa yo cargaré con ella.
Lo demás de aquel diálogo se ha perdido.
Jorge Luis Borges, Los Conjurados. En: Obras completas, vol. III (1975-1985). Ed. Emecé, 1996. p.485.