El primer día en que vivió en ese extraño mundo patas arriba estaba totalmente desorientado. Tenía los pies por encima de la cabeza; se veía obligado a buscarlos cuando quería comprobar si podía andar sin tropezar con nada. Las manos entraban y salían del campo visual por arriba en lugar de hacerlo por abajo. Cuando movía la cabeza, el campo visual oscilaba rápidamente en la misma dirección. Tenía dificultad para reconocer los sitios que le eran familiares. Hacía movimientos inadecuados y apenas podía comer. A pesar de la náusea y la depresión, siguió adelante; y gradualmente comenzó a acostumbrarse al disfraz. Al segundo día sus movimientos se habían hecho menos penosos. Al tercer día comenzó a sentirse en casa en el nuevo ambiente. Al quinto día el mundo dejó de vacilar; cuando movía la cabeza pensaba en su cuerpo de acuerdo con nuevas imágenes y era capaz a menudo de evitar tropezar con los objetos sin necesidad de pensar primero en ellos. La mayor parte de su mundo seguía estando cabeza abajo, pero esto ya no le molestaba gran cosa. [...] Cuando hubo terminado el experimento y sacó las lentes del tubo, estuvo nuevamente desorientado y confuso durante varias horas antes de acostumbrarse a la visión normal de las cosas.
George A. Miller, Introducción a la psicología. Alianza Editorial, 1982. p.165-6.