¿Cuál era el elemento del pensamiento? ¿Era la célula cerebral? ¿Mediante qué procedimientos células que parecían poco diferenciadas recibían las impresiones, archivaban la memoria, fabricaban la imaginación, la voluntad y el razonamiento? En este tenor, Babeuf pasaba el día en su laboratorio haciendo cortes de cerebro, seccionándolos y examinándolos al microscopio. Conocía perfectamente la histología de todas las partes de la sustancia cerebral y la estructura de las células. Pero para el conocimiento de la verdad, la célula no ayudaba más que un acta firmada o un recibo de cuenta. Era un hecho que no revelaba la personalidad en lo más mínimo. ¿Podría desarmársele e ir más lejos? Quizá, pero Babeuf estaba convencido de que la ciencia del cuerpo humano, tal como la de los hechos humanos, tenía límites. Y repetía:
-No encontraremos nada. Jamás encontraremos nada. Pero cortemos cerebros. Sí, a trabajar. Hay que cortar cerebros.
Marcel Schwob, La mano gloriosa y otros cuentos. Dirección General de Publicaciones y Fomento Editorial de la Universidad Autónoma de México, 2006. p. 38.