[...] Tras dejarlos atrás, enseguida, bordeando el cabo de Zeus Geneteo, seguían salvos su rumbo a lo largo de la tierra Tiubarénide. Allí las mujeres cuando traen hijos al mundo a sus maridos, son éstos los que gimen de dolor postrados en sus lechos, vendadas sus cabezas, y son ellas, en cambio, las que tienen buen cuidado de que coman sus maridos y se afanan preparándoles los baños del parto. Y tras ellos, enseguida pasaron junto al monte sagrado y el país en el que habitan los Mosinecos en los montes sus Mosinas, y de ahí reciben ellos justamente ese nombre que les dan. Peculiar es el derecho y las costumbres que hay vigentes entre ellos. Cuantas cosas a las claras es costumbre que se hagan, o entre el pueblo, o en la plaza, todo eso lo maquinan en las casas, y, al contrario, lo que hacemos con afán en nuestras casas, eso ellos, a las puertas lo realizan, en el medio de las calles, sin temor a los reproches. Y entre ellos no hay tampoco algún pudor para acostarse; al contrario, como cerdos en los pastos, sin turbarse lo más mínimo en presencia de testigos, se mezclan con mujeres en el suelo con total promiscuidad. Su rey, por otro lado, está sentado en la más alta mosina, y dicta allí rectas sentencias a un grupo de gente numeroso: ¡infeliz! pues si acaso se equivoca alguna vez dictando su sentencia, aquel día lo mantienen en encerrado castigándolo con hambre.
Apolonio de Rodas, Las argonáuticas. Ed. Akal, 1991. p. 184-5.