viernes, 26 de septiembre de 2008

Disfraces del anarquista

-En mis primeros tiempos como miembro de los Nuevos Anarquistas, probé todo tipo de disfraces respetables. Me disfracé de obispo. Leí todo lo que había sobre obispos en nuestros panfletos anarquistas, en Superstición, el vampiro y Sacerdotes de presa. De ellos saqué la conclusión de que los obispos son viejos extraños y terribles que esconden a los hombres un cruel secreto. Estaba mal informado. Cuando aparecí por primera vez en un salón con mi disfraz episcopal y grité con voz de trueno "¡Abajo!, ¡abajo, presuntuosa razón humana!" la gente se dio cuenta de alguna manera de que yo no era un obispo. Me detuvieron en el acto. Después me disfracé de millonario; pero defendí el capital con tal inteligencia que el más tonto podía darse cuenta de mi pobreza. Luego traté de pasar por militar. Ahora bien, yo soy un humanitario pero tengo, espero, la suficiente plenitud intelectual para comprender la postura de aquelllos que, como Nietzsche, admiran la violencia: la orgullosa y loca guerra de la naturaleza y todas esas cosas, ya sabe usted. Me lancé al papel de comandante. Blandí mi espada constantemente. Grité "¡sangre!" abstraídamente, como un hombre que pide vino. Dije con frecuencia: "Dejemos perecer a los débiles; es la Ley". Bueno, pues parece que los comandantes no hacen esas cosas. Otra vez me detuvieron. Al fin, desesperado, fui a ver al presidente del Consejo Anarquista Central, que es el hombre más grande de Europa.
-¿Cómo se llama? -preguntó Syme.
-No le diría a usted nada su nombre -respondió Gregory-.Esa es su grandeza. César y Napoleón dedicaron todo su genio a ser conocidos y se les conoció. Este hombre pone todo su genio en no ser conocido y no se le conoce. Pero cuando uno está durante cinco minutos en su presencia se tiene la sensación de que César y Napoleón habrían sido como niños en sus manos.
Se calló e incluso palideció durante un instante y luego prosiguió:
-Pero siempre que da un consejo es algo tan sorprendente como un epigrama y tan práctico como el Banco de Inglaterra. Le dije: "¿Qué disfraz me ocultará al mundo? ¿Qué puedo encontrar que sea más respetable que un obispo o un militar?" Me miró con su rostro amplio pero indescifrable. "¿Quiere usted un disfraz seguro, dice? ¿Lo que necesita es un disfraz que garantice que es usted inofensivo; un disfraz que nadie registraría para buscar una bomba?" Yo asentí. De repente elevó su voz de león "¡Pues entonces, estúpido, disfrácese de anarquista!" Y su voz hizo temblar la habitación. "Nadie creerá que vaya usted a hacer nada peligroso." Y me volvió su amplia espalda sin otra palabra. Seguí su consejo y nunca lo he lamentado. He predicado todo tipo de atrocidades a esas mujeres día y noche y -se lo juro- me dejarían empujar los cochecitos de sus niños.

G.K. Chesterton, El hombre que era Jueves; p. 24-5. Ed. Alianza, 1995.