La prensa sensacionalista de aquellos días indujo a creer que una ola de suicidios podaba el árbol financiero de los Estados Unidos. Los arruinados magnates de la Bolsa hacían cola para alquilar habitaciones en los pisos altos de los hoteles, desde donde arrojarse al vacío. Era peligroso transitar por determinadas zonas de la ciudad a causa de los especuladores que caían del cielo como las hojas amarillas arrancadas por el viento del otoño. No ocurrió en tanta profusión, pero sí se produjeron algunos suicidios que alimentaban la leyenda. El martes 30 de octubre se extrajo del río Hudson, en Nueva York, el cadáver de un corredor de Bolsa. En sus ropas se hallaron 9,49 dólares y varias peticiones de crédito. En días posteriores al martes negro se produciría una serie de suicidios. Algunos eran modestos jugadores que perdieron hasta las cejas y eran perseguidos por los prestamistas. Sus nombres quedaron en el olvido, pero otros fueron potentados, cuyo suicidio desencadenó ríos de tinta. Así, el presidente de la Rochester Gas and Electric Company, que se envenenó con gas, o J. J. Biordan, consejero de importantes entidades financieras y presidente de la County Trust Company, que se descerrajó un tiro en la cabeza el viernes 8 de noviembre. Su muerte se ocultó a la opinión pública hasta el cierre bancario del sábado para evitar una ola de pánico entre los impositores.
David Solar, El crac; p.64. Extraído de: Cuadernos de Historia 16. Historia Universal del siglo XX, Nº 12: El crac de 1929. Temas de Hoy, 1998