viernes, 10 de octubre de 2008

La máquina de abrazar

-¿Qué es eso? -pregunté.
-Mi máquina de estrujar -replicó Temple-. Algunas personas la llaman mi máquina de abrazar.
El dispositivo tenía dos lados de madera pesados y oblicuos, quizá de metro por metro veinte, agradablemente forrados de un acolchado grueso y suave. Unos goznes los unían a un tablero inferior largo y estrecho para crear una artesa del tamaño del cuerpo y en forma de V. Había una compleja caja de control a un lado, con tubos para grandes cargas conectados a otro dispositivo, en un armario. Temple también me lo enseñó.
-Es un compresor industrial -dijo- de los que se utilizan para hinchar neumáticos.
-¿Y qué hace?
-Ejerce una firme pero cómoda presión en el cuerpo, de los hombros a las rodillas -dijo Temple-. Puede ser una presión constante, variable o pulsátil, como se desee -añadió. Hay que entrar a cuatro patas (le enseñaré) y poner en marcha el compresor. Tiene todos los controles en la mano, aquí, delante de usted.
Cuando le pregunté por qué iba uno a querer someterse a tal presión, me lo contó. De niña, dijo, anhelaba que la abrazaran, pero al mismo tiempo tenía terror a todo contacto. Cuando la abrazaban, especialmente su tía favorita (aunque enorme), se sentía agobiada y abrumada por la sensación; sentía paz y placer, pero también terror, como si se la tragaran. Comenzó a soñar con -sólo tenía cinco años- una máquina mágica que podía estrujarla poderosa pero suavemente, como en un abrazo, de una manera que ella dominara y controlara por completo. Años después, siendo adolescente, vio la foto de una rampa de sujeción ideada para sujetar o encerrar becerros y comprendió que era aquello lo que había estado buscando: con una pequeña modificación para el uso humano, podría ser la máquina de sus sueños.

Oliver Sacks, Un antropólogo en Marte; p.321-2. Ed. Anagrama, 2003.