viernes, 3 de octubre de 2008

A Guiberto, monje de la abadía de Gembloux, de Hildegard, abadesa de Rupersberg

Como mujer, nunca olvido quién soy y a menudo tiemblo de miedo porque raras veces me siento segura de mi capacidad. Tiendo, no obstante, las manos hacia Dios, para que Él me sostenga como una pluma que, aunque carece de peso y fuerza, vuela con el viento, pues no acierto a comprender qué veo mientras permanezco en mi cuerpo humano.
Sin embargo, desde que era niña hasta ahora, cuando tengo ochenta años, esta visión nunca me ha abandonado.
[...] La Luz que capto no está fija en un lugar. Aunque no alcanzo a discernir su altura, longitud o anchura, la describo como «el reflejo de la Luz Viva», pues del mismo modo que se reflejan el sol, la luna y las estrellas en las aguas, relucen con gran brillo en mí en medio de esa Luz las Escrituras, sermones y virtudes.
Todo cuanto veo u oigo en esa visión lo veo, oigo y comprendo a la vez, y lo conservo en el recuerdo. En cambio lo que no veo, no lo comprendo, porque no soy erudita y no me enseñaron a escribir a la manera de los filósofos. Las palabras que plasmo en una hoja no son como las que salen de la boca de un hombre, sino que se asemejan a una trémula llama o a una nube agitada por el aire.
Tampoco tengo manera de conocer la forma de esa Luz, de igual modo que no me es posible mirar directamente al sol. En cualquier caso, en el interior de esa Luz muchas veces veo otra Luz a la que yo llamo «la Luz Viva» pero nunca sé cómo ni dónde va a aparecer.
De todas formas mientras la miro, toda pena y perplejidad se esfuman, de tal manera que vuelvo a ser una niña inocente a pesar de mi avanzada edad.

Joan Ohanneson, Una luz tan intensa. Hildegard Von Bingen; p.339-40. Ediciones B, 1998