Amaneció por fin, un día violento y sesgado, con un duro cielo de acero y un viento de halcones. Escasas nubes blancas corrían muy lejos, a lo largo del levante. Era un cielo lleno de prisas, como de batallas. La ciudad callaba agazapada en medio de los campos como una inmensa liebre temerosa. Rechinaban al viento las negras chimeneas de lata, vacías de humo. La ciudad estaba indefensa bajo el cielo: no guardaban los pájaros su aire, ni el humo sus tejados. Callaba y encogía su lomo al viento, como animal azorado. Y el cierzo batía las calles y las invadía, como buscando alguna venganza. Restallaban las ropas tendidas en los patios y en las traseras que dan a los solares. Y el sol se echaba sin respeto sobre la ciudad, con la luz plana de las llanuras. La ciudad estaba desnuda y al descubierto: se la veía hecha sobre los campos, vacía del ensueño que la amparaba. Con sus ojos abiertos tenía miedo de su soledad y se miraba en torno como diciendo: "Yo soy nada sobre los campos".
Era un día para los pálidos y desamparados que subían a las azoteas a mirar ojerosos la montaña y a sentirse fuertes, por una vez, cara al viento.
Pero detrás de los oscuros cristales, ojos de mujer miraban temerosos el día y el viento, y decían en un escalofrío: "¡Malo viene este carnaval!"
Rafael Sánchez Ferlosio, Alfanhuí; p.124-5. Ed. Destino, 1988.