Así fue como empezó mi iniciación. Durante las semanas y los meses que siguieron viví más experiencias similares, un continuo alud de vejaciones. Cada prueba era más terrible que la anterior, y si conseguí no echarme atrás, fue sólo por una pura obstinación de reptil, una estúpida pasividad que se escondía en el centro de mi alma. No tenía nada que ver con la voluntad, la determinación o el valor. Yo no tenía ninguna de esas cualidades, y cuanto más me espoleaban, menos orgullo sentía por mis logros. Me flagelaron con un látigo, me tiraron de un caballo al galope; estuve atado al tejado del establo durante dos días sin comida ni agua; me untaron el cuerpo de miel y me dejaron desnudo bajo el calor de agosto mientras miles de moscas y avispas bullían sobre mí; estuve sentado en medio de un círculo de fuego toda una noche mientras mi cuerpo se chamuscaba y se cubría de ampollas; me sumergieron repetidas veces durante seis horas seguidas en una tina de viangre; me cayó un rayo; bebí orines de vaca y comí excrementos de caballo; cogí un cuchillo y me cercené la primera falange del meñique izquierdo; colgué de las vigas del desván dentro de un haza de cuerdas durante tres días y tres noches. Hice estas cosas porque el maestro Yehudi me dijo que las hiciera, y aunque no pude llegar a amarle, tampoco le odié ni le guardé rencor por los sufrimientos que soporté. Él ya no tenía que amenazarme. Yo seguía sus órdenes con ciega obediencia, sin molestarme nunca en preguntarle cuál era su propósito. Me decía que saltara y yo saltaba. Me decía que dejara de respirar y yo dejaba de respirar. Era el hombre que me había prometido hacerme volar, y aunque nunca le creía, dejé que me utilizara como lo hacía.
Paul Auster, Mr. Vértigo; p.49. Ed. Anagrama, 2006.