Umberto Eco, Apostillas a El nombre de la rosa; p.21-2. Ed. Lumen, 2000.
miércoles, 10 de diciembre de 2008
Envenenar a un monje
Escribí una novela porque tuve ganas. Creo que es una razón suficiente para ponerse a contar. El hombre es por naturaleza un animal fabulador. Empecé a escribir en marzo de 1978, impulsado por una idea seminal. Tenía ganas de envenenar a un monje. Creo que las novelas nacen de una idea de ese tipo y que el resto es pulpa que se añade al andar. La idea debía de ser anterior. Más tarde encontré un cuaderno de 1975 con una lista de monjes que vivían en un convento sobre el que no constaban detalles. Nada más. Al comienzo me puse a leer el Traité des poisons de Orfila, que veinte años atrás junto al Sena le había comprado a un bouquiniste por pura fidelidad huysmaninana (Làbas). Como ninguno de los venenos me satisfacía, le pedí a un amigo biólogo que me indicarse un fármaco que tuviera determinadas propiedades (que fuese absorbible por la piel al manipular algún objeto). Destruí en seguida la carta en que me respondía que no conocía veneno alguno que tuviese esas características, porque, leídos en otro contexto, ese tipo de documentos pueden llevarnos a la horca.
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